Son días de tensión, convulsión pero también de perplejidad. Partidos aliados al gobierno y toda la oposición parecen atónitos. Un movimiento efectivamente espontáneo, nacido de pequeños grupos de estudiantes de clase media con el apoyo de partidos políticos de representación ínfima, desató, a partir de San Pablo, una ola de protestas que colmó las calles de decenas de ciudades.
Y logró, el pasado lunes, poner al menos a 250 mil brasileños protestando contra todo y contra todos a lo largo y a lo ancho del país. Desde 1992, cuando centenares de miles de jóvenes se lanzaron a las calles para exigir la salida del entonces presidente Fernando Collor de Mello no se veía nada igual.
Hay, sin embargo, diferencias fundamentales con movilizaciones multitudinarias anteriores. En 1984, millones de brasileños fueron a las calles a exigir elecciones democráticas. En 1992, lo que se exigía era que el Congreso suspendiera el mandato de un presidente comprobadamente corrupto. En ambas ocasiones, partidos políticos, líderes y dirigentes, además de movimientos sociales, se unieron para perseguir un objetivo común. Había consignas claras y los actos masivos fueron organizados. O sea, han sido movimientos orgánicos, con fuerte adhesión popular.
Ahora, no. Todo empezó con movilizaciones pequeñas, que no lograron reunir a más de tres mil personas, protestando contra un aumento de veinte centavos de real –menos de diez centavos de dólar– en los buses de San Pablo. En poco más de diez días, el escenario se transformó. Ahora son manifestaciones populares sin vislumbre alguno de conducción orgánica. La represión llevada a cabo por la policía militar de San Pablo primero, y de otras ciudades después, produjo una adhesión masiva a los manifestantes. Hubo, es verdad, actos de vandalismo por parte de una minoría de manifestantes. Pero la salvaje actuación de la policía militar en San Pablo, especialmente el jueves de la semana pasada, desató la reacción popular.
Quedó claro que nadie, ni convocantes ni autoridades, esperaba semejante oleada. Un ejemplo claro: el pasado lunes, la policía militar de Río de Janeiro previó que la manifestación anunciada no reuniría más de tres mil personas y dispuso un esquema de seguridad para ese contingente de gente. La protesta reunió a cien mil.
Son muchas las preguntas que flotan en el aire, de la misma forma que son muchas las conclusiones a las que ya se puede llegar. Para empezar, ¿cómo es posible que un movimiento sin ninguna dirección clara y concreta se expanda tanto en tan poco tiempo? ¿Cómo pueden convivir índices elevados de satisfacción y aprobación del gobierno con semejante demostración de insatisfacción? ¿Cómo es posible que nadie, ni en el gobierno y menos en la oposición, haya detectado esa ira latente? En los últimos años la inflación se mantuvo bajo control, el poder adquisitivo del salario medio creció en términos reales, el desempleo sigue en niveles mínimos. Alrededor de 50 millones de brasileños dejaron la zona de pobreza e ingresaron en la llamada nueva clase media. ¿De dónde viene tanto protestar?
Esas son las grandes preguntas. Y que los políticos, tanto del gobierno como de la oposición, no saben contestar. Ahora quedó muy claro que no se aguanta más la pésima calidad de la educación pública, la caótica y perversa situación de la salud pública, el infernal sacrificio humano que significa, para los trabajadores de los grandes centros urbanos, enfrentar la cotidiana tortura del transporte público.
Queda claro, además, que el sistema político, tal como está, ya no representa, efectivamente, a gruesos contingentes de la población. Las alianzas políticas esdrújulas, diseñadas para asegurar la supuesta gobernabilidad, no aseguran otra cosa que intereses mezquinos de dirigencias partidarias que sólo tienen en común el acto de respirar. Las señales de alerta máximo se disparan; los políticos están atónitos.
Las decenas de miles de manifestantes que copan las calles de las ciudades exigen de todo, de la salud a la educación, del transporte al combate a la corrupción, de la inflación a los gastos desmesurados para realizar eventos deportivos como el Mundial de Fútbol o las Olimpíadas. Hay una brecha, se sabe ahora, entre el paraíso de los números y el infierno cotidiano de millones de brasileños.
Es muy revelador el resultado de una encuesta realizada en San Pablo, principal polo financiero de América latina, en los primeros días de las grandes protestas. Con todo su provincianismo metropolitano (que valga la contradicción), con todo su conservadorismo mal disfrazado, con su racismo latente y su sólido prejuicio social, con todo su orgullo de clase media acostumbrada a despreciar a los que no se les parecen, 55 por ciento de los paulistas han apoyado las movilizaciones de protesta.
Algo raro –y peligroso–, pero muy estimulante ocurre en Brasil. El gran peligrobrasil protestas está en que no existe una conducción clara y organizada del movimiento. Con eso, y aunque quisiesen, las autoridades, los poderes constituidos, no tienen con quién dialogar o negociar en términos efectivos y conclusivos. Y más: al no existir tal conducción, la violencia de las minorías, para no mencionar a los eternos infiltrados, escapa fácilmente de control, como ocurrió seguidamente esos días.
Entre muchos puntos raros, salta uno: la evidente contradicción entre los niveles de aprobación del gobierno y de la misma presidenta Dilma Rousseff y la dureza de las exigencias de los manifestantes.
Otra rareza: por primera vez en Brasil, el uso de las redes sociales demuestra su eficacia. Utilizando un habitual refrán del ex presidente Lula da Silva, se puede asegurar que “nunca antes en este país” las redes fueron tan eficaces.
Hay perplejidad, hay dirigentes atónitos, hay tensión. Con razón ayer la presidenta Dilma Rousseff aprovechó una ceremonia rutinaria para decir que su gobierno está atento la voz de la calle.
Ojalá todavía haya tiempo para escuchar bien lo que dicen esas voces y empezar a cambiar las cosas, más cosas de las que ya han cambiado.